El señor Martín Samayoa, quien después de haber derrochado el dinero que le dio la compañía por su terreno, buscaba la ayuda de Míster Still para que le diera un trabajo de capataz, pero éste lo despreció y lo mandó a buscar trabajo de peón. Desalentado por el desaire y sin dinero, Samayoa tuvo la suerte de conocer al campeño Máximo Luján, quien lo llevó a vivir a su casa, un lugar miserable en el que vivía hacinado con otros trabajadores de la bananera y le consiguió trabajo como regador de veneno.
Estanio Párraga era el abogado que había engañado a Luncho
López. Sierra y Cantillano terminan pidiendo trabajo de peones en la compañía,
como ya le había tocado a Martín Samayoa.
El viejo Lucio Pardo, como venganza de la muerte de Luján, a
quien le tenía aprecio como si fuera un hijo, hace volcar el motocarro en el
que se conducían un jefe gringo: Míster Foxer; dos capataces: Encarnación
Benítez y Carlos Palomo; y el coronel que mató a Luján. Todos ellos mueren en
el accidente. Los jefes gringos quieren dar un castigo ejemplar, y por medio de
torturas pretende hacer confesar a Lucio y sus amigos sin lograrlo.
La discusión de la obra se acaloraba al hablar los tres
terratenientes al unísono. Las enronquecidas voces golpeaban con rudeza,
apagando el eco metálico de las máquinas de escribir en que trabajaban varios
empleados en las oficinas contiguas.
— eres un terco, López! ¿Qué te cuesta vender?
- ¡Bah, mis tierras son mis tierras! —afirmó el de más edad.
—Tu finca no vale ni cinco mil pesos...
— iCho, carajo! ¡Vos no sabes ni valorar, Cantillano! -No se
producen en ellas los bananos...
— ¡Mentís, Lupe Sierra!
-Vendé, López; es un bien para vos.
Míster Still cerró las puertas y tomó asiento al lado del
abogado, quien, debido al calor y a su obesa contextura, se había despojado de
la leva de casimir, corrido el nudo de la corbata y abierto el cuello de la
camisa; con fruición de fumador, encendió un largo habano y viendo que míster
Still se llevaba un cigarrillo a la boca, presto le dio lumbre con su dorado
encendedor.
De la vecindad llegaban ruidos metálicos y de motores:
numerosos obreros trabajaban en un taller mecánico y más lejos zumbaba el motor
de una bomba.
Después que murió máximo lujan nadie sabe dónde quedó el
cuerpo; solamente lo metieron en un hoyo y sobre él sembraron una mata de
banano; más, ya eso no importa a ninguno.
Ahora han comprendido que lo mataron no sólo por huelguista en
aquel día trágico, sino porque él llevaba la verdad y la luz al cerebro y
corazón de los proletarios. Y eso no convenía a los explotadores. Por ello lo
fusilaron en plena plantación. Y los campeños de los nuevos tiempos demuestran
a los amos y a sus testaferros que, perpetrado aquel sacrificio y tantos otros
después, no lograron mantener en ignorancia y sumisión perpetuas a los
trabajadores del banano.
Por estos se conoce que Ramón Amaya Amado siempre llevaba la
verdad y la luz al cerebro y corazón.
La prisión verde no es sólo oscuridad. Máximo encendió en
ella el primer hachón revolucionario. Otros cientos de hermanos se aprestan a
mantenerlo enhiesto.
¿Triunfarán algún día los campeños?
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